“Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas; porque vergonzoso es aun hablar de lo que ellos hacen en secreto” (Ef. 5:11-12). Usemos una figura mental para facilitar la interpretación de esta enseñanza. Imaginemos que nuestra persona es un enorme bloque de mármol. Y la vida es el cincel y el martillo que, a lo largo de mi existencia, me darán forma, sea buena o mala, dependiendo de lo que yo aprenda y haga.

Queramos o no, esta es una realidad. Y no está en nuestras facultades el decidir en qué familia nacer, qué padres y qué hermanos tener, qué capacidad económica poseer, en qué país nacer, etc. Todos nacemos bajo esas circunstancias. Y sin importar sean las mejores o las peores, la vida va labrando una persona. Debemos agregar que el príncipe de este mundo es Satanás, el cual manipula maliciosa y perversamente todos los elementos que van forjando y formando esa persona.

Aunque hayamos nacido en un hogar cristiano o en el seno de una familia impía, no determina que yo sea lo que Dios diseñó originalmente del hombre. En el primer caso -hogares cristianos- quizás en algunos sólo facilite su adaptación a la doctrina de Cristo. En otros paradójicamente, dificulta su inclusión en la iglesia del Señor. Pues no recibió el ejemplo apropiado de sus padres para aceptar a Cristo como su salvador personal. Sino creó un resentimiento y rechazo a Jesús y su doctrina.

En el segundo caso -hogares impíos- el sufrimiento que produce el pecado puede facilitar el acceso a la fe o los hunde en un mundo de odios y amarguras que le impide creer en la misericordia de Dios mediante Jesús. Leamos lo que dice la palabra de Dios: “Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes (Gá. 3:22). Absolutamente todos nacemos bajo el estigma del pecado y somos lo que somos: pecadores.

Así es como Jesús nos encuentra en el mundo, leamos: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). Sí, mi amado hermano, eso éramos. Y por nosotros vino nuestro buen Salvador Jesús. La única manera de salir de este mundo pecaminoso es mediante la FE en Jesucristo y esto nos convierte en creyentes. Pero esa fe tiene que ser evidente y con testimonio público; no esconderla, sino todo lo contrario exhibirla al mundo.

Mi encuentro con Cristo Jesús marca una división evidente entre mi pasado pecaminoso y mi presente de santidad. En cuanto a mi pasada manera de vivir, puedo justificar mis pecados, aduciendo que así fui formado por mi entorno familiar y social. Y no estaría mintiendo, porque así fue. Aprendí a practicar cuanto pecado vi, oí, palpe y degusté. Siendo mis maestros, desde mis padres y hermanos, hasta el resto del mundo y sus recursos que me rodean.

Una nueva persona o criatura

Ciertamente la herencia de nuestros padres quizás no sea la mejor, pero nosotros no “aprendimos así de Cristo”. Debemos ser conscientes de que lo que hacemos define, no sólo lo que somos, sino también lo que merecemos en el futuro. Es por esa razón que el versículo inicial dice: “no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas”. Hemos dicho muchísimas veces que lo que Dios tomará como evidencia absolutoria o condenatoria en el juicio final, serán nuestras OBRAS.

Nos guste o no, lo entendamos o no, claramente dicen las Escrituras que: “seremos juzgados por nuestras obras”. También advierte lo siguiente en el juicio del Gran Trono Blanco: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras (Ap. 20:12). ¿Hasta qué punto eres consciente de las consecuencias de tu conducta?

En la iglesia no es difícil observar la decadencia espiritual de muchos hermanos y hermanas, los cuales pareciera que no han entendido esta gran verdad. Dios demanda de su pueblo lealtad e integridad. Y nos exhorta a que seamos hijos de la luz, leamos: “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (Jn. 12:36). El apóstol Pedro afirma que: “…vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable…” (1 P. 2:9).

Mi amado hermano, abramos nuestros ojos. Que no nos engañe nuestro corazón influido por Satanás. Debemos exhibir a Jesucristo mediante nuestra conducta, en donde quiera que estemos, aunque esto nos vuelva el espectáculo ante la sociedad que nos rodea. La responsabilidad es tuya y aquí no hay excusa, la salvación es individual.

Tengo que reconocer con mucha tristeza, que he visto con mis propios ojos el fracaso de muchos siervos de Dios. Quienes cegados por el poder y la pretendida gloria que creen tener, son insolentes y abusivos con sus propios consiervos y aun con las ovejas que Dios les ha dado a pastorear. El orgullo los ciega y la falta de humildad los arrastra a conductas inmisericordes e inapropiadas para su ministerio.

Cristo se caracterizó por su humildad y sencillez. Exhortó a sus discípulos a que siempre fueran mansos y muy respetuosos de la grey que no es de ellos sino de Dios, leamos: “Ruego a los ancianos (…) Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplo de la grey” (1 P. 5:1-3). ¡Cristo viene pronto, prepárate! Amén.