Una de las cosas más repudiables delante de Dios, es ver cómo cada hombre, dentro de su necedad busca en sí mismo y en su entorno siempre, su propia justificación; siendo incapaz de asumir con sinceridad y gallardía, sus propios errores. Esto no es nada nuevo, siendo que Adán desde sus albores, ante el llamado de Dios se esconde, para que luego de ser confrontado ante la verdad misma implícita en su hacedor, se exprese así: “…La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí (es tu culpa y la de la mujer, yo soy inocente)(Gn. 3:12). Y en esa misma actitud la mujer culpa a la serpiente y al final: nadie asume una conducta digna.

De allí en adelante, todos los mortales encontramos cualquier espacio de auto justificación para evadir nuestras responsabilidades, sin importar a quién podamos implicar y hasta destruir, blasfemando aun contra el mismo Dios y su testimonio de verdad, sin percatarnos que Dios está arriba y ve todo; y yo abajo y miope en cuanto a mis conceptos de justicia. Lamentable pero veraz. En el mejor de los casos, sólo era necesario reconocer su error, humillarse y pedir misericordia, y la historia adámica y generacional hubiera vivido otra suerte.

Dios, dentro de su naturaleza intrínseca, por siempre guarda y guardará un sentimiento de misericordia y perdón generado básicamente en el amor, el cual es su estructura perfecta. Sin embargo, qué difícil es para un ser, endurecido por su patológica autoestima, el poder reflexionar sobre su error. Entonces: Dios desde su trono de sabiduría le despliega al hombre toda una gama de detalles de justicia, conforme a su perfección, que le llamó: mandamientos, principios, valores y conceptos encerrados en «LA LEY».

De antemano, Dios sabía que jamás ningún ser humano podría vivirla. Sin embargo, el hombre religioso dice en su necio corazón: “yo puedo”, embarcándose en la más difícil de las aventuras, la cual es agradar al creador mediante mi esfuerzo personal. Pero entiéndase que ni aun Moisés, quien de primera mano recibe la ley en las tablas sagradas, fue capaz de vivirla, habiendo fallado. Y así, en toda la trayectoria de hombres que buscaron a Dios de corazón, terminaron siempre fallando y Dios mismo no esconde de nosotros los errores de sus siervos. Encontramos a un Elías que se acobardó; David que falló y aun mintió; Pedro, que amedrentado negó al Maestro. Pero el denominador común de todos ellos, es que al final apelan al amor y la misericordia, logrando hallar gracia delante de Dios. Nosotros insensatamente expresamos: si ellos que fueron grandes fallaron, por qué yo no (Dios tienes que perdonarme…).

 

¿Y cuál es el problema de la ley?

Recordemos que el origen de la ley es espiritual y divino: “Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena” (Ro. 7:14-16). Entonces, al no cumplir con la ley seguramente que sobrevendrá el castigo, ya que éste es parte de la ley, leamos: “…porque la letra (la ley) mata, mas el espíritu vivifica” (2 Co. 3:6). Y es que en la ley, todos somos muertos, leamos: “Porque la paga del pecado (o transgresión) es muerte…” (Ro. 6:23). Entonces, el problema no es la ley; el problema soy yo.

He oído no a uno sino a muchos que al ser amonestados, reprendidos o exhortados, por parte de algún hermano o “pequeña” autoridad dentro de la iglesia, buscando justificarse al no estar convencidos, apelan a instancias más altas hasta llegar al Consejo Pastoral, y al sentirse inocentes expresan: «que nadie me juzgue, o ¡A MI QUE DIOS ME JUZGUE!». Al expresarse así, lo que están diciendo es: «que me juzgue la ley». En ese momento, quedará expuesto por lo que pide a un juicio frio y sin misericordia, en el cual inevitablemente será condenado.

 

¿Cuál es la solución?

Cristo es la ley hecha hombre y vivida por el único que pudo sobrellevarla en su carne misma. Habiendo llevado aún el pecado sobre sus hombros, se hace maldición en un madero, anulando el acta dictada en nuestra contra, y llevando cautiva la cautividad, nos hizo libres de la muerte ¡BENDITO SEÑOR! “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:1-2).

Mi amado hermano: estando ya en Cristo, y mediante su Espíritu de vida, se podrá vivir la ley, pero no en la carne. Ya que por el nuevo nacimiento todas nuestras obras son hechas nuevas. Cristo, además, advierte: “…porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo” (Jn. 12:47). Por tanto: Nunca apelemos a la ley, porque en su perfección nos condena. Tomemos inteligentemente el camino de la misericordia, del perdón y de la humillación, que es el nuevo y único pacto para salvación. ¡Adelante! La meta y el supremo galardón nos esperan. Amén y amén.