No hay ni habrá cosa más maravillosa para el hombre entendido, que entrar en el perfecto conocimiento de su Creador. Sabiendo que Dios es Espíritu y que a nosotros nos fue dada inicialmente, una imagen y semejanza del altísimo. Pero esa virtud fue perdida por el hombre, mediante la práctica del pecado y escondida en alguna parte, leamos: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía para todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Gn. 3:24). Si nos ubicamos en este contexto, queda claro que fue Dios mismo el que limitó el acceso a lo espiritual. Quedando Adán como “alma viviente”, sin esperanza alguna de alcanzar por sí mismo la interpretación de las cosas espirituales ni la vida eterna. Por tanto, el hombre vivirá en adelante como una bestia más, impulsado únicamente por instintos y pasiones, satisfaciendo, únicamente, todo aquello que corresponde a lo material y a su sobrevivencia: “…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios…” (Ro. 3:23).

Dios en su infinita misericordia quiere darse a conocer a algunos hombres, como Noé, haciendo pactos extraordinarios. Aun, mostrándose a Abraham, personificado en Melquisedec, habiendo manifestado que por la consecuencia de la fe, habría de venir la salvación por la promesa de Jesucristo. Y en esta maravillosa apertura de parte de Dios, se inicia una nueva oportunidad para entrar al “conocimiento de Dios”. Luego, a través de la manifestación física de ángeles se avanza en pasos tan hermosos como sólo Dios podría hacerlo. Sigue además, manifestándose en los descendientes de Abraham hasta la escogencia de un pueblo: “su pueblo Israel”. Por quien él mismo pone su cara y esperanza, en amor, manifestándose en portentos y milagros.

Así, surge el llamado de Moisés, a quien le delegará sus leyes y grandiosos principios, para que en un idioma humano, el hombre pudiera comprender la perfecta voluntad del altísimo. Esa gloriosa obra de amor trasciende los siglos y aun milenios. Y el apostó Pablo, con la revelación del Espíritu, se expresa a los hebreos así: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo…” (He. 1:1-2).

Con esta información fiel, entremos a considerar lo siguiente: La manifestación de Dios a los hombres, partiendo de cómo entender lo espiritual en una mente material, hace necesario el uso de una compleja e inteligente estrategia. Esta incluye, primero: El inmensurable amor y compasión divina, que motiva e impulsa a que Dios mismo busca de nuevo la comunicación y esa reconciliación bendita. Dios trata de muchas maneras, como señales, lenguajes sublimes, visiones, milagros, prodigios, mensajes dictados, hasta plasmar la palabra escrita inspirada y revelada a sus siervos, la cual debía ser enseñada, predicada y practicada. Además del trato personalizado que como pueblo o hijos, da a los suyos.

Quizá muchos simpatizantes de Dios, se enfocan únicamente en la letra y bajo su ciencia, se envanecen y se enredan en sus propios razonamientos, porque “la letra hincha la cabeza”. ¡NO! El conocimiento de Dios es integral, en el cual participarán una serie de elementos que incluyen experiencias personales, trato duro con nuestra carne, exhortaciones, reprensiones, pruebas, revelaciones personales, muestras de misericordia y consejo; para que por fin podamos ir comprendiendo quién es Dios, cómo actúa, qué piensa, qué desea, etc. El pueblo de Israel es reprendido por el profeta Oseas al expresar: “Mi pueblo fue destruido, porque le falto conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio; y porque olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos” (Os. 4:6).

Entonces, “el conocimiento de Dios” es vivencial, el cual se concibe en el secreto de Dios y es movido individualmente por su inteligencia, como un proceso progresivo: “Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Pr. 4:18). Ese bendito proceso de metamorfosis,  es sufrido primeramente por Dios mismo, quien a través de Jesucristo, en aquel doloroso momento al ver a su pueblo, dice: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Lc. 13:34).

Amado hermano: este sabio proceso divino nos debe de llevar al pleno entendimiento, en el que cada uno de nosotros al final, tendremos que alcanzar, mediante el conocimiento de Dios y su Hijo Jesucristo, una estatura, una calidad, y una fidelidad e integridad; para lo cual fuera establecido un patrón conductual manifiesto en “Jesucristo hombre”, quien fuera tentado en todo, pero venciendo el pecado y a la muerte misma; haciendo cautiva la cautividad, para hacernos libres y mediante su Espíritu, ser santos como él es santo. Leamos: “…hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo…” (Ef. 4:13).

El proceso es duro y continuará hasta el fin de nuestros días. Y nadie escapará de tal fenómeno, a lo cual el mismo apóstol Pablo se refiere: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual también fui asido por Cristo Jesús (…) yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero (…) prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento…” (Fil. 3:12-14). ¡ANIMO Y ADELANTE! Cristo ya venció y en él también seremos más que vencedores. ¡LA SALVACIÓN ES NUESTRA! Amén y Amén.