“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Jn. 14:21). La mejor herencia que un padre pueda dejar a sus hijos es enseñar la OBEDIENCIA. Enorme atributo que le permitirá alcanzar en la vida grandes bendiciones y oportunidades. No es fácil enseñarla, pues ésta se debe demostrar con ejemplos diarios; es una tarea encomiable (hechos humanos dignos de alabanza).  Los padres preparan a sus hijos para que sean grandes, medianos u ordinarios profesionales. Se esfuerzan por que sean ingenieros, doctores, abogados, arquitectos, o excelentes obreros en diferentes disciplinas de trabajo. Pero si no les enseñan la obediencia, sencillamente han fracasado en su intento de ser padres responsables del futuro de sus hijos. Generalmente le pedimos a Dios su bendición o respaldo en las cosas que hacemos, pero nos hemos puesto a pensar: ¿qué tan dispuestos estamos a obedecerle?

Mi querido hermano, no esperes bendiciones si no estás dispuesto a obedecer. Porque la bendición es un efecto del sometimiento voluntario a los mandamientos de Dios. Dice la palabra del Señor: “Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad (obediencia), a ése oye” (Jn. 9:31). El Señor Jesús revistió a la obediencia de un valor muy importante para que ésta fuera aceptable de parte de él, y es: el amor.  Leamos: “Si me amáis, guardad (léase: guardaréis) mis mandamientos” (Jn. 14:15). Este valor agregado a la obediencia, le da una mayor dimensión de honestidad, sinceridad y de aceptación de Dios.

Muchos pueden obedecer, pero no como Dios quiere. Lo hacen por miedo, por interés personal, por conveniencia o aun por religiosidad. Pero todas estas maneras de obedecer no tendrán la complacencia Divina, leamos: “…Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí (obediencia) no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado…” (Is. 29:13).

Mis amados hermanos, una experiencia de obediencia aislada no nos llevará al cielo. Pero sí la obediencia permanente a la palabra de Dios, agregando ese adictivo maravilloso que es el amor sincero a Dios y a su Hijo Jesucristo. Cuando nos toca atravesar oscuros caminos y sendas peligrosas en nuestro peregrinaje sobre la tierra, nos sentiremos confiados y seguros, si hemos sido hijos obedientes a los mandamientos de nuestro Dios.

Un día, hablando el Señor Jesús de su muerte en la cruz, les dijo a sus discípulos: “…Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo.  Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago (obediencia) siempre lo que le agrada” (Jn. 8:28-29).

Observe la firme convicción de estas palabras del Hijo del Hombre: “Dios está conmigo, porque siempre hago lo que le agrada”. Así es mi amado hermano. En los momentos difíciles me sentiré confiado en que Dios es fiel a sus fieles. No temeré mal alguno, porque él está conmigo y su vara y su callado han infundido aliento dentro de mí. Y aunque se levante un ejército de malvados contra mí, no temerá mi corazón; porque la roca inconmovible está conmigo.

 

El Padre se manifestará en mí

“…El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 14:23). ¿Qué significa que el Padre se manifestará en uno? Pues sencillamente es que el poder de su presencia en mi vida, me llevará de victoria en victoria, hasta alcanzar la preciosa meta eterna de la salvación, prometida por nuestro Salvador Jesús. Todo lo que hago, todo lo que hablo y todo lo que pienso, estará influido por la presencia gloriosa de nuestro buen Dios. Seremos usados como instrumentos de bendición no sólo para nuestras propias vidas, sino principalmente para beneficio y bendición de los hombres. Leamos: “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos.  Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Jn. 5: 3-4). Esa fe que me lleva a la obediencia de corazón puro. Sí, esa es la fe que vence al mundo. No me lleva a experiencias aisladas de obediencia, sino a una vida de santidad y temor al Dios eterno. A tomar decisiones que  glorifiquen su nombre y exalten mi amor a él.

No nos engañemos, el que dice que ama a Dios y no guarda sus mandamientos, el tal es un mentiroso, un impostor y un hipócrita. Sencillamente la verdad no está en él y mucho menos el Padre ni su Hijo Jesús morando en él. Pero el que hace la voluntad de Dios, obedeciendo su palabra, indudablemente que su vida anunciará a los cuatro vientos, que el amor del Padre se ha perfeccionado en él. Y será como una tremenda luz que alumbra a todos los que estén en su derredor y cada día se parecerá más y más a su Salvador Jesús. De esta manera ese amor tangible y práctico, hará evidente que el Padre Eterno y su Hijo Jesucristo están morando en él. Que la presencia de Dios more en cada corazón de los que leen y escuchan esta reflexión y los lleve a la perfecta obediencia a Dios. Amén.