A nosotros nos ha tocado vivir en la frontera del plan profético de Dios, de uno de los acontecimientos más extraordinarios que podamos imaginar y es el rapto de la iglesia. Nos toca  contemplar con nuestros ojos, el cumplimiento maravilloso de las profecías advertidas por los profetas de Dios y por el mismo Señor Jesucristo hace miles de años. Somos testigos del debilitamiento de la iglesia. El entronamiento de la apostasía es obvio a nivel mundial. El surgimiento de falsos evangelios que han invadido el mundo, anunciando un falso camino que nada tiene que ver con el que anunció nuestro Salvador Jesús. Vemos la pérdida de la fe en la iglesia moderna y quizás en nuestras propias vidas.

El origen de la iglesia de Jesucristo fue con fuego: “…y se les aparecieron lenguas repartidas, como de FUEGO, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo…” (Hch. 2:3-4). Este milagro fue la respuesta a las oraciones fervientes de aquellos ciento veinte creyentes, reunidos en el nombre de Jesús en el aposento alto. Orando e invocando con fervor al Padre Celestial, en el nombre de Cristo. Eran oraciones fervientes que provocaron un despertamiento espiritual maravilloso, nunca antes visto en Israel ni en el mundo antiguo.

Aquellos ciento veinte hombres y mujeres (Hechos 1:15), se convirtieron en un poderoso ejército de creyentes llenos del Espíritu Santo. Fueron los precursores de la poderosa expansión del evangelio de Cristo Jesús por todo el mundo. Por eso fue necesario que se derramara el Espíritu Santo y les permitiera hablar en diferentes idiomas o lenguas nativas de la muchedumbre que estaba en esos lugares, tales como de: “Partos, medos, elamitas, y los que habitamos Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de Africa más allá de Cirene, y romanos aquí residentes…” (Hch 2:9-10).

Aquellos eran hombres ardientes, espiritualmente hablando. Se necesitaba fuego para derretir el endurecido corazón no solo de los judíos, sino también del mundo romano gentil. El fuego funde el metal y lo vuelve maleable. Así, aquella poderosa obra de Dios, derritió los corazones de muchos hombres y mujeres que fueron testigos de aquel milagro de Pentecostés: “…les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto?” (Vs. 11-12). Sí, mi amado hermano, así nace la iglesia de Jesucristo. Pero ¿qué vemos hoy? ¿Dónde está esa iglesia ferviente en el Espíritu de Dios? ¿Dónde están esos hombres y mujeres de oración que invocan el Santo nombre de Dios?

La iglesia nace con fuego. Pero hoy lo que vemos y oímos son caudales de mensajes muy exegéticos, pero carentes de Espíritu Santo. Y por lo tanto, incapaces de fundir los corazones de los oyentes. Los muertos ya no oyen la voz de Cristo, aunque el predicador sea un refinado “teólogo”, graduado quizás, hasta con honores y glorias humanas. Pero se convierten en mercaderes de almas, que lo único que buscan es establecer un negocio llamado iglesia, que les brinde buenas ganancias y prestigio. El mundo necesita hombres con fuego. Verdaderas columnas de fuego que dirijan los pasos de una iglesia que camina en este desierto que es el mundo.

Verdaderos profetas, no levantados por hombres ni ungidos por hombres. Sino verdaderos siervos del Dios altísimo. Que digan la verdad a un mundo que cada vez se habitúa más y más a la mentira, y rechaza la verdadera verdad de Cristo. Siervos que den a conocer la voluntad de Dios. Dice su palabra: “Pero si ellos hubieran estado en mi secreto (…) habrían hecho volver de su mal camino, y de la maldad de sus obras (a mi pueblo) (…) ¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra? (…) Dice Jehová: He aquí que yo estoy contra los profetas que endulzan sus lenguas y dicen: Él ha dicho” (Jer. 23:22, 29 y 31).

Poco a poco la iglesia ha pasado de ardiente a tibia. No olvidemos hermanos, que sin fuego no hay avivamiento espiritual. Sin el fuego somos fríos como el hielo. Sin el Espíritu Santo, se enseñarán  doctrinas humanas estériles e infructíferas, que jamás producirán vidas regeneradas ni hombres que hayan resucitado con Cristo. En este momento histórico que vivimos, se levantan grandes “despertamientos espirituales artificiales”, los cuales producen hijos extraños. Que no revelan la maravillosa obra regeneradora que produce Jesucristo en el corazón de aquellos que le han recibido.

Esta degenerada generación, necesita hombres regenerados e inspirados por el poder de Dios y la unción del Espíritu Santo de Dios. Sí, urgen en estos días, leamos: “Por eso pues, ahora, dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo (…) Tocad trompeta en Sion, proclamad ayuno, convocad asamblea (…) Entre la entrada y el altar lloren los sacerdotes ministros de Jehová, y digan: Perdona, oh Jehová, a tu pueblo, y no entregues al oprobio tu heredad…” (Jl. 2:12-13,15 y 17).

         Con los vientos fuertes cargados de demonios que golpean la débil iglesia moderna, está a punto de apagarse la débil llama del fuego del Espíritu. No lo permitamos y luchemos ardientemente por avivar el fuego del Espíritu de Dios que esté en ti. Y que podamos decir, invocando con todo nuestro corazón: ¡Padre Santo, aviva el fuego de tu Espíritu Santo en mí!

Sí Señor, manda fuego como en Pentecostés y llénanos de ti. Mándalo como lo hiciste en el altar levantado por el profeta Elías y que no se apague. Manda tu Santo Espíritu como en el valle de los huesos secos que vio el profeta Ezequiel y levanta un ejército de hijos tuyos llenos de tu unción. Manda fuego sobre mí, porque tú prometiste que seríamos bautizados con fuego de lo alto. Y es que sin ti, nada somos y nada podemos hacer. Que Dios oiga nuestro clamor y responda abundantemente. Que Dios les bendiga. Amén.