El hombre sin Dios, ama al mundo por los beneficios que de él obtiene. Satisface los deseos de la carne, los deseos de los ojos y busca tener las glorias vanas que el príncipe de este mundo ofrece. Recordemos el ofrecimiento al Señor Jesús de los reinos y glorias de este mundo, si postrado le adoraba. Con ese espíritu y conducta nos encontramos los seres humanos y para lograr los ofrecimientos, estando sin Dios, seguimos estas corrientes. Oyendo la palabra y viviendo el testimonio de Jesucristo su Hijo, comenzamos a entender que Jesucristo, el Hijo del Hombre, vino para mostrarnos el camino que lleva al Padre, si oímos y creemos que seremos libres del engaño en que cayó Adán y Eva, quienes creyeron que serían como Dios, sabiendo el bien y el mal.

Sobre el hacer dinero y gozar la vida en esta tierra, el Señor aconseja a la iglesia y dice: “El hermano que es de humilde condición, gloríese en su exaltación; pero el que es rico, en su humillación; porque él pasará como la flor de la hierba. Porque cuando sale el sol con calor abrasador, la hierba se seca, su flor se cae, y perece su hermosa apariencia; así también se marchitará el rico en todas sus empresas” (Stg. 1:9-11). Por desconocer esta verdad se teme a todo, especialmente a la muerte. La condición socio económica es un estímulo para gozar o saciar las luchas que requiere el hombre sin el conocimiento de Dios, ya que esto lo fatiga, lo enferma y paga lo que sea para librarse, pero siempre morirá. Como iglesia, se nos dice: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Fil. 2:3-4).

Entender y hacer lo que dice Dios en su palabra, requiere morir al mundo y a la carne, para nacer de nuevo y fructificar dando gloria a Dios. El ejemplo lo dio el Señor, leamos: “…el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Vs. 6-8).

         La humillación y la muerte, es lo que Dios espera de su iglesia para mostrar los frutos de su Espíritu, donde resaltan: la fe, la esperanza y el amor. Por ello, estamos en el mundo viviendo y predicando las buenas nuevas. Como Cristo se humilló, debemos humillarnos, olvidando los afanes por las cosas que se ven, para creer o confiar en quien envió a su Hijo: “… para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). Porque al humillarnos y pedir perdón por lo malo que hicimos, por medio de la fe recibimos la paz y la doctrina para buscar el bautizo, confirmando nuestro arrepentimiento, muriendo al mundo con el Espíritu Santo, para crecer y permanecer en la vid para fructificar y glorificar el nombre del que nos enseñó el camino, la verdad y la vida.

Cristo nos invita a la negación, tomando nuestra cruz cada día para presentar nuestro cuerpo en sacrificio vivo, santo y agradable al Señor, dejando las formas carnales del mundo y renovando nuestro entendimiento mediante la palabra que oímos; no dejando de escudriñar las Sagradas Escrituras para ser renovados.

El nuevo nacimiento y la palabra nos mueven a que: “El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor; gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración” (Ro. 12:9-12).  Seguros que lo que nos espera después de nuestra carrera en el mundo será la vida eterna, si perseveramos hasta el fin con temor a Dios en santidad y guardando sus mandamientos. No olvidemos, lo que se siembra para el Espíritu, segará vida eterna.

Isaías dijo: “Y este será mi pacto con ellos, dijo Jehová: El Espíritu mío que está sobre ti, y mis palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca, ni de la boca de tus hijos, ni de la boca de los hijos de tus hijos, dijo Jehová, desde ahora y para siempre” (Is. 59:21). Si hemos nacido de nuevo, somos libres para anunciar la libertad que el mundo no conoce, siendo embajadores de la nueva ciudadanía que nos dio otro nombre, dando vida al anunciar la venida del Señor y su justicia. Amén.