Qué importante es percibir y entender dentro de las Escrituras, el significado y el valor que cada cosa tiene para Dios, respecto a nosotros. Siendo el propósito en este escrito, que cada uno de nosotros seamos ubicados dentro del contexto de la voluntad del altísimo. Y que obtengamos los mejores y más valiosos resultados en nuestros días sobre este mundo, y considerando a la vez la proyección para la eternidad con él. Hoy trataremos de enfocar una acción sabia, la cual es aun para salvación y es: “la invocación al Señor”.

INVOCAR es, entonces, en términos etimológicos, gramaticales y prácticos, lo correspondiente a un verbo o acción que significa: del latín “invocare”, del prefijo “in”: dentro, en o sobre. Y “vocare”, que quiere decir: llamar. Y según los criterios griegos y hebreos, nos amplían su significado, así: Es clamar a alguien superior, nombrando personalmente al mismo Dios. Pidiendo auxilio con grande necesidad y súplica. Es un llamado en voz alta; aun gritar, gemir y llorar, desde muy dentro, desde nuestra alma. Bajo el entendido que aquel a quien clamamos será indefectiblemente capaz de sacarnos adelante y victoriosos.

Con el concepto ya muy claro de lo que es invocar, hemos de considerar la trascendental importancia en esta “acción”, la cual traspasa los límites de lo humano y nos lleva a la misma presencia con Dios. Ya que es determinante para nuestra salvación misma. Y si tomamos la interpretación y el traslado profético a lo dicho por Joel, que diera el apóstol Pedro en su primer discurso, refiriéndose a la unción del Espíritu, señala enfáticamente: “El sol se convertirá en tinieblas, Y la luna en sangre, Antes que venga el día del Señor, Grande y manifiesto; Y TODO EL QUE INVOCARE el nombre del Señor, será salvo” (Hch. 2:20-21).

Lo más triste y lamentable, dentro del actuar del hombre, es que para llegar a ese estado espiritual de invocar, suplicar y clamar, tendrá que ser llevado por diferentes circunstancias adversas. En donde podemos incluir: sufrimientos, angustia, dolor, soledad, aislamiento y fracaso. Y a pesar de esto, por nuestra dureza de corazón y soberbia extrema, nos resistimos a oír diligente e inteligentemente, a humillarnos y clamar, invocando con el alma misma ante el único que puede librarnos de las garras del fracaso y de la muerte misma, tanto biológica como espiritual. La palabra de Dios nos ubica en cuanto a la necesidad profunda de orar, que significa hablar con Dios y establecer parámetros de comunicación.

Pero muchas veces esas oraciones se convierten en rezos o letanías necias y sin inteligencia, que llenarán únicamente espacios religiosos para acallar conciencias, sin llegar a un verdadero clamor y suplica del alma. Entendamos entonces que muchos, ante esta superficialidad o costumbrismo, tendremos necesariamente que ser intervenidos desde lo alto, con las diversas pruebas que han de provocar un alma genuinamente necesitada. Y dice el Señor: “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces. Porque así ha dicho Jehová Dios de Israel acerca de las casas (…) de los reyes de Judá, derribadas con arietes y con hachas” (Jer. 33:3-4).

Aquí podemos notar que el profeta Jeremías está con luchas, aun dentro del patio de la cárcel, y en un sufrimiento. Sin embargo, en el verso 2 reconoce a un Dios grande y poderoso, que hizo la tierra y lo llama por su nombre. Y aunque era una reprensión, a su vez está invocando intensamente para provocar el clamor de todo un pueblo que necesita ser libre de la opresión. Así, entonces, todo ser humano afligido y aun turbado ante y por el dolor que provocan las adversidades, tendrá que invocar. Este fue el caso de Esteban, leamos: “Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon; y los testigos pusieron sus ropas a los pies de un joven que se llamaba Saulo. Y apedreaban a Esteban, mientras él INVOCABA y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas CLAMÓ A GRAN VOZ…” (Hch. 7:58-60).

Ahora la pregunta central del tema: “¿A quién debo de invocar?” Bueno, el pueblo de Israel clamó a Jehová con sus distintos nombres circunstanciales. Aunque siempre al mismo Dios, el cual es y será siempre uno. Más ahora, en la unificación del pueblo de Dios, adjudicado por la gracia, la cual incluye a judíos y gentiles, en el magnífico plan del Dios Eterno. Toda autoridad y poder es delegada al Hijo, leamos: “Y cuando le vieron, le adoraron; pero algunos dudaban. Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mt. 28:17-18).

También dicen las Escrituras: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). También dice: “Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn. 14:13). Además dice: “…Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil.2:9-11). Recordando que: “Jesucristo y el Padre, uno son”.

Qué maravilloso es entender y estar seguros que nuestro clamor al Padre por medio del Hijo, nos concede hoy estar de pronto, por medio de la intercesión, hasta el lugar Santísimo. Y luego, ante la necesidad profunda del alma, invocar, para la salvación misma, mediante la resurrección, por la fe puesta en “el autor y consumador de la fe”. Amados hermanos, invoquemos, oremos y clamemos en todo tiempo, con la plena convicción que somos oídos y atendidos por el único y grande Dios eterno. Así sea. Amén y amén.