El oír la bendita palabra de Dios, y digo “el oír”, es un privilegio que no tienen todos los hombres sobre la faz de la tierra. Porque mediante la religión es posible llegar a conocer quizás, algunos aspectos superficiales o teóricos. Tal vez bien fundamentados en historia, filosofía y teología. Aun en la vivencia de algunas experiencias extrañas, místicas o extraordinarias; como milagros, emocionalismo, inducción psicológica y hasta sutil verborragia popular. Lo cierto es que las Escrituras muestran algunas expresiones que parecen irónicas, tales como: “…(el que lee, entienda)…” (Mt. 24:15). O: “El que tiene oídos para oír, oiga” (Mt. 13:9).

Jesús aquí habló en parábolas. Y sí, le oyeron y entendieron la historia que narró; pero nunca, la intención o trasfondo espiritual. Esto no significa que la gente no sepa oír ni entender lo que una frase literal, literaria o etimológicamente  significa. O que no le sirvan los oídos o sistema auditivo. Digo, que tenga “orejas físicas”, anatómicamente dispuestas y no oiga. Sino que el trasfondo de estas expresiones, hace notar que en cada palabra de la “voluntad de Dios”, siempre, espiritualmente, hay algo detrás. Sí, algo más importante y trascendental que lo que el lenguaje literario pueda expresar. Y esto es “el oír”, del que estamos hablando hoy. Y mediante la intervención del Espíritu Santo, en la bendita y soberana voluntad del Dios eterno, se hace real en la vida de aquellos: “…a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mt. 11:27).

El oír conlleva una connotación de “revelación” o de entender aun razones fuera de la lógica o del razonamiento intelectual humano, por muy dotado que parezca, según los parámetros de la ciencia humana y del conocimiento del bien y del mal. Adoptado voluntariamente, allá en el Edén por un hombre y luego a todo los hombres. Esto lo llevó a la muerte misma. Desde allí, esta generación dejó de oír la voz de su creador. Sí oye, pero la voz de su nuevo padre, Satanás, leamos: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer (…) El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios” (Jn. 8:43-47).

 

¿Quiénes son entonces los que oyen y entienden?

Creo que en el ámbito espiritual hay muchas sabias y poderosas expresiones, como: “el oír con fe”; “por el oír viene la fe”; “el oír atentamente”; etc. Dice también: “El que oye y dice, pero no hace”. Y llama la atención cómo Jesús sanó a muchos sordos y ciegos. Pero no todos los sanados pudieron oír ni ver el “reino de los cielos”; y a sus discípulos les expresa directamente: “Pero bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen. Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron” (Mt. 13:16-17).

¿Será que sus discípulos eran sordos y ciegos? Pues humanamente, no. Pero al igual que todos aquellos judíos, estos eran sordos y ciegos espirituales. Fue Jesús mismo, mediante una elección divina concebida desde antes de la fundación del mundo, el que buscó y eligió a sus discípulos. Desde los primeros doce, hasta todos aquellos en los que nos incluimos. A quienes Dios ha querido revelarse, a través del mensaje de la prédica de la cruz del evangelio de Jesucristo. Quienes hoy, consideramos que en él y sólo él, es la única esperanza de salvación y vida eterna. Leamos: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6). Y además: “…De los que me diste, no perdí ninguno” (Jn.18:9).

Hoy llevamos dentro de nosotros dos grandes compromisos inherentes a semejante dote. Y son: 1) Poder ver y oír espiritualmente. Y: 2) El poder entender lo que a otros no les es dado. ¡Esto es grandioso! Pero ¿qué haremos, o cómo administraremos semejante regalo del cielo? Bueno, tenemos en nuestras manos más que un compromiso por gratitud, una verdadera responsabilidad, en reciprocidad de amor y entendimiento.

 

¿Cuál es ahora, mi ineludible compromiso?

Leamos: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Lc. 12:47-48). Palabra dura pero verdadera es esta, para los beneficiarios de la verdad. Y tenemos que predicar la verdad, pero andando en la verdad, para guardar la comunión perfecta para salvación, leamos: “…pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7).

Jesús se refirió condenatoriamente a Corazín y Betsaida, ciudades cercanas a Galilea, en donde él mismo realizó su ministerio, con grandes milagros y prodigios, quienes por haber visto con sus ojos estos milagros, sin atender el consejo y la evidencia, el juicio sería mayor que para aquellas ciudades paganas como Tiro y Sidón, a quienes no se les había otorgado todo aquel potencial para arrepentimiento de pecados (léase Lucas 10:13-16).

Ahora nosotros, iglesia del Señor, los redimidos que hemos visto en las obras de Dios: amor, portentos, maravillas, revelaciones, misericordia, perdón y una firme esperanza. Es para nosotros el juicio, si menospreciamos este tesoro evidenciado en nuestra prédica, mediante testimonio de vida al mundo. Muriendo voluntariamente a todo aquello que para nosotros es o fue valioso.

En otras palabras: ¿cómo escaparemos del juicio inminente para los incrédulos, si nosotros, los que habiendo visto, oído y entendido a Dios y su mensaje, lo rechazamos mediante nuestros frutos y acciones? ¡Señor, ten misericordia de tus escogidos y toma nuestra vida en tus manos! Sólo allí estaremos seguros. Así sea. Amén y Amén.